domingo, 5 de septiembre de 2010

“El putito”

Desde hacía varios años, ya había cavilado la posibilidad de escribir en un blog pero no había encontrado en mi interior un propósito lo suficiente poderoso para alentarme. Hace unas semanas, cuando disfrutaba de unos días de descanso en mi pueblo, ese deseo apareció frente unas caguamas en medio de una acalorada discusión sobre el triste final de un vecino de la colonia. Un joven de aproximadamente mi misma edad, homosexual, que había decidido colgarse, suicidarse, en el centro de su habitación después de años de supuesto maltrato familiar.
Lo recuerdo desde los años cuando estaba yo en la universidad (hace más de diez años), recargado en el marco de su puerta, parado, sudoroso, con una permanente mirada lasciva que cruzaba las dos calles que flanqueaban aquella casa modesta con techo de lámina, paredes de color azul marino a veces verde militar u otras tonalidades de sumo mal gusto. A poco metros, una cerca de planta ortiga indicaba el peligro de acercarme a aquella banqueta. Con todo, la “esquina donde vive el “putito” (como solía referirla amistosamente), era paso obligado para ir a la discoteca, al panteón, a la tortillería y frente a su casa hay todavía una vieja tienda que aunque pocas veces, sí la visité para surtir nimiedades a solicitud de mi madre. Aquella esquina siempre tuvo una fuerte afluencia, todo conocían al “putito” y éste como un animal contenido, sólo miraba, no decía nada y se limitaba a desear.
Pocos años después, lo vi pasar caminando frente a mi casa con el rostro maquillado, orgulloso, como presumiendo un nuevo cuerpo y renunciando al marco de la puerta que lo reprimía. Solía ponerse una diadema de tela, una playera sucia transparente como una red, siempre en chancletas; pero aún así sonreía, se le veía contento, casi siempre solo. Despertaba al mismo tiempo una sensación de gusto por su cambio liberador, pero también de aversión pues siempre se le veía sucio. Pronto lo vi pasar borracho y después se le empezó a ver en las afueras de las cantinas, en las sombras de esquinas y terrenos desolados, mostrándose por lo general con un soldado (o varios soldados) penetrándolo violentamente. Luego, lo dejé de ver… se decía que pasaba a altas horas de la noche, siempre borracho, hasta desaparecer.
Confieso que me sorprendió la noticia de saberlo muerto. La noche del velorio, con quien discutía en la cantina, me comentó que le había salvado la vida. El “putito” había tratado de empujar un camión de volteo atascado colocándose frente una rueda. Mi amigo lo alcanzó a librar de la muerte espantosa al quitarlo del trayecto de la mole disparada. A el pobre “putito” no le importó el gesto, se fue, estaba borracho y contoneándose al caminar se dirigió a su casa para encontrarse con su probablemente ya premeditado destino. Algunos vecinos, al saber el acontecimiento no le dieron la suficiente importancia pero resaltaron las veces que lo vieron dormir en el marco de la puerta, afuera, a veces en medio de la lluvia, porque su familia no aceptaba su naturaleza controvertida. Un día, el “putito” se cansó de ser maltratado. Decidió olvidarse para siempre de la puerta maldita que alguna vez lo contuvo y que después le impedía el paso; que lo separaba de la aceptación familiar con el sumo dolor de sentirse antinatura.
Entre la conmoción de la cerveza, tuve pena por el “putito”. Sin duda, sufría un cruel maltrato social del cual yo mismo había sido partícipe con mi indiferencia. Después de salir de la cantina, pasé frente al velorio y mentalmente me despedí de él. Ahora había una lona, varias sillas, gente llorosa y como una triste paradoja, el ataúd nuevamente aprisionado en el marco de la puerta. Pensé que quizá adentro, el “putito” aunque muerto esperaba escapar, liberarse definitivamente con la siempre esperada aceptación familiar y social. Muerto supo que sería la única manera de lograrlo. Ojalá así descanse en paz.

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